La brisa fresca de la primavera

Una de las maravillas de la vida es que para viajar no necesariamente requieres desplazarte físicamente a ningún lugar.

Uno de los viajes más sublimes es el de la mente, que te permite trasladarte espacialmente pero también temporalmente. De hecho, el viaje metafísico te conecta con diversos planos de tu propia persona, y te permite asombrarte con la grandeza de la existencia y con la multiplicidad de vidas que llegas a vivir a través de los años.

Estos viajes son particularmente importantes en tiempos de cuarentena, en los que los movimientos físicos se reducen y para los viajeros empedernidos como yo, eso puede llegar a ser un desafío muy difícil de superar.

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Quería compartir con ustedes una sensación que experimenté el otro día, ahora que las temperaturas maltesas empiezan a rondar los cálidos veintialgo grados durante el día, lo que, sumado a que salimos del invierno y al alto porcentaje de humedad insular, puede derivar en una sensación de falso verano.

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Estaba yo “haciendo pereza”, como dicen mis amigos colombianos, un domingo de estos pasadas las dos de la tarde en mi cama, mientras leía el coloso libro de Taylor Caldwell, La Columna de Hierro, sobre la vida de Marco Tulio Cicerón durante la gloria del Imperio Romano, cuando de repente de la ventana que da a mi balcón, que para efectos realistas es una puerta, entró una fantástica ráfaga de aire fresco que me vino a acariciar desde la cabeza hasta los pies, arrullándome suavemente como si fuera una hipnosis somnífera, provocándome inmediatamente una serie de escalofríos.

No tuve demasiado tiempo de reflexionar y, casi obligado por el implacable destino, cerré mi libro sin haber terminado el capítulo – lo cual ya dice mucho de la emoción que me provocó el acontecimiento, dada mi inflexibilidad con ese tipo de reglas que constituyen la armonía misma del universo – y cerré los ojos como para sentir hasta la última onda de la piel de gallina que esa ventisca me provocó.

El aire venía cargado de la esencia pura de la primavera, ya que envolvía la timidez de las últimas frescas ráfagas de invierno con la autoritaria presencia del sol de abril del pleno día Mediterráneo, como recordándonos a todos que el mar aún está fresco, que las playas aún están vacías pero que los corazones ya tienen puestos la ropa de baño.

Por acá entra la brisa fresca de la primavera del Mediterráneo, foto propia

Para mi sorpresa, el impulso siguiente no fue el de una frustración dictada por la imposibilidad de cruzar la puerta e ir corriendo al malecón que está a tres cuadras de mi casa, ni tampoco el de una saudade portuguesa añorando el adiós de un barco en un puerto que jamás vi, ni menos aún el de la angustia por no saber cuándo acabará esta bendita maldición que nos ha caído a todos encima por portarnos mal con la Pachamama como dicen varios por ahí, sino que se me dibujó una sincera y tierna sonrisa, que, perdida en una habitación de Gzira, en un edificio más de los que hemos construido a toda prisa los humanos, alzó vuelo para sumarse con la brisa que ya partía rauda y sin mucha tolerancia a las tardanzas, para asomarse por la ventana de algún otro incauto.

Se fue la brisa y nos quedamos mi piel de gallina y yo – y el pobre Cicerón a mi izquierda, bastante incómodo por haber faltado yo a las fórmulas de cortesía tradicionales – e inmediatamente me trasladé a una fabulosa imagen que me ha acompañado siempre, así en 4D, y que es suficiente para recobrar el gusto por la vida, sin tapujos, ni elucubraciones:

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Yacía yo, a mis ocho años, en la cama de mis padres de Santa Eulalia, en el inicio de la sierra limeña, algún día de los tantos en los que el astro rey no tiene rival alguno en el estrecho horizonte punteado por los cerros pelados en casi todos sus flancos, esperando que suceda algo.

Los cerros pelados de Santa Eulalia, foto propia

En mi recuerdo estoy solo, lo cual es bastante posible ya que los adultos a esa hora estarían por la piscina o alistando alguna parrilla, o incluso leyendo en las terrazas bajo sus sombreros de paja con alguna música cubana adornando los recovecos del espacio.

Las ventanas que están sobre la cabecera de la cama están abiertas completamente, no hay marco, así que cuando se abren es como si la habitación y el exterior se unieran en una misma esencia, como le gustaba afirmar a los abejorros del lugar.

Las ventanas de Santa Eulalia, foto propia

Atrás de las ventanas, es decir afuera de la casa cuando están cerradas, hay un contorno de piedra que bordea la casa y luego un par de niveles de andenes que separan el camino que va al cerro. Los andenes están bien plantados, con frutas y flores, y tras los árboles gigantes de atrás que se mecen con las notas del viento, van cayendo rayos intermitentes de sol que le dan un aura particular a cada planta que tocan. El día aún no ha llegado a su clímax.

De repente, me dispongo a salir corriendo a jugar con mi hermano y con mis primos, cuando una decidida brisa que, para efectos de este escrito, llamaremos “primaveral”, me inmovilizó por completo.

Recuerdo instantáneamente haber olvidado la idea de salir a jugar y haberme quedado inmóvil disfrutando cómo me envolvía aquella brisa que, ahora lo entiendo, traía consigo una piel erizada de una habitación Mediterránea.

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