Reencuentro en las alturas (parte II)

Ruta Chalhuanca – Mollebamba, Apurímac 4,800 msnm. Foto propia.

Recuerdo perfectamente el día que llegué a vivir a la comunidad de Mollebamba, capital del distrito de Juan Espinoza Medrano, provincia de Antabamba, Apurímac, 3,300 msnm. Lo que más me impactó fue aquella forma en la que tomé consciencia del tiempo.

En primer lugar, tuve la impresión que las horas eran mucho más largas, que el universo había realizado sus conjuros físico-cuánticos y que allí le daba a cada minuto una profunda dimensión, lo suficientemente extensa como para que los rayos del sol puedan “orear” cada objeto y cada espacio luego de las gélidas madrugadas andinas.

Alpacas mollebambinas aprovechando el sol de la mañana. Foto propia.

Por otro lado, estaba la noción más amplia del tiempo, la de los días, que se contaban en función de cuántos faltaban para completar los veinte en que se trabajaba de corrido antes de poder retornar a Lima para descansar de jornadas laborales que iniciaban a las siete de la mañana y culminaban, muchas veces, cerca de la medianoche. Está de más decir que la consciencia acerca de mi posición en la escala 1-20 tenía una omnipresencia aplastante.

El trabajo en la mina.

Sin embargo, la más abrumadora de todas, era la noción del tiempo de la sierra. Es un tiempo que gira en función al calendario agrícola y cuya significancia real sólo puede ser entendida por aquellos que la viven. Está el tiempo de la siembra y el de la cosecha, el de las lluvias y el de la helada, el de la Huaylía y el Takanakuy.  

Para alguien urbano hasta el tuétano como yo, todas estas perturbaciones de mi espacio temporal fueron grandes cachetadas de aprendizaje como pocas veces las he tenido en mi vida.

Huaylía antabambina. Foto propia.

Acostumbrado a no tener que medir los minutos de una ducha caliente y a comer en función de mis ansias, puedo decir que las condiciones de vida mollebambinas eran duras: vivíamos en una casita tradicional del pueblo en la que unas 8 a 10 personas compartíamos las habitaciones del segundo piso. La casa del buen don Nico.

La vista desde mi habitación en la casa de Don Nico, Mollebamba. Foto propia.

Para mí, lo más difícil era la experiencia del baño, que consistía en un WC y una pequeña ducha, instaladas entre planchas de triplay en medio del patio central. La pequeña terma daba apenas suficiente agua caliente para una ducha y media. Tenía que tener una gran determinación para conseguir el santo grial del agua caliente, batallando contra las bajas temperaturas de las madrugadas, muchas veces bajo cero ya que, de no ser el primero en la cola, daba por descontado que a lo mucho tendría derecho a un tímido hilo de agua tibia, lo cual a cero grados no es muy apetecible. A las 04:45 de la mañana saltaba de la cama y bajaba a paso apurado las escaleras de madera que llegaban al jardín interior, para así ganarle el turno a los conductores que iniciaban su jornada muy temprano y con quienes también compartíamos el baño. Digamos que fue mi entrenamiento, en el sentido inverso, para la fantástica secuencia sauna – lago congelado – sauna que tiempo después hiciera en las afueras de Tampere en Finlandia.

Claro, las duras condiciones en las que mi mente se concentraba en realidad camuflaban algo mucho más profundo: que estaba batallando contra mis propios demonios, que la vida me había llevado exactamente al lugar donde tenía que llegar. Que era en las entrañas del Perú donde tenía que reconciliarme conmigo mismo.

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Anta, Cusco. Camino a Mollebamba. Foto propia.

Llegar a Mollebamba requería de una travesía que iniciaba a las 2:30 a.m. en mi departamento en Miraflores, donde por lo general estaba con mi enamorada que pasaba más tiempo con mis roommates que yo. Un taxi me llevaba al aeropuerto para tomar el primer vuelo a Cusco, que partía alrededor de las 05 a.m. Alrededor de las 07:30 am arrancaba la camioneta con destino a Abancay en una ruta de carretera asfaltada con varias curvas y unos impresionantes paisajes. El viaje tomaba alrededor de 4 horas. Si nos alcanzaba la hora de almuerzo en Abancay íbamos al hotel de turistas (tienen una sopa a la minuta espectacular) donde algunos otros pasajeros podían unírsenos en la travesía. Luego teníamos un par de horas más de viaje hasta Chalhuanca, donde también se almorzaba o se pasaba la noche si ya estaba oscureciendo. De Chalhuanca a Mollebamba quedaba un trecho de dos a tres horas adicionales de viaje atravesando una trocha de paisajes tan espectaculares como profundos los abismos que la acompañaban. Llegábamos alrededor de las 4 – 5pm, luego de casi 14 horas de viaje de puerta a puerta.

Espectacular andenería inca en la ruta Chalhuanca – Mollebamba. Foto propia.

Esta travesía la tenía que hacer ida y vuelta cada veinte días, si es que las condiciones lo permitían. Las nevadas, deslizamientos (huaycos) o lluvias extremas eran frecuentes y podían cortar la ruta, obligando a los pasajeros a modificar sus planes de viaje.

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Pero no puedo quejarme. El acceso a Mollebamba ha mejorado sustancialmente, y ahora hay una coaster (bus pequeño) que hace la ruta Mollebamba – Abancay (la capital de la Región Apurímac) un par de veces por semana. No hace demasiado tiempo, unas tres décadas atrás quizás, muchos de los viajes de comercio los hacían los arrieros que partían por semanas y meses para intercambiar lana de alpaca por algunos bienes de consumo para la población local.

Iglesia de Calcauso del año 1600 aproximadamente. Foto propia.

Por eso mismo no es de extrañar que justamente al frente de Mollebamba se encuentre el caserío de Calcauso, donde vive una aguerrida comunidad. En las crudas épocas del terrorismo, Calcauso fungió de centro de formación ideológica para Sendero Luminoso. La personificación de las reivindicaciones comunistas se erigía así frente a mis ojos: campesinos olvidados por el Estado centralista y urbano en un territorio sin infraestructura, sin acceso a servicios públicos, sin posibilidad de salir de su miseria y con un profundo odio frente a los culpables de estas injusticias: el hombre blanco, el de la ciudad, que sólo traía explotación y desdén por su forma de vida y sus creencias. Era el caldo de cultivo perfecto para la locura que nos azotó. Era la conexión directa entre las fauces del monstruo y Tarata, el atentado miraflorino que puso a Lima a temblar.

Inauguración de la remodelación de la plaza de Mollebamba. Foto propia.

Evidentemente un acontecimiento tan visceral no pudo haber sucedido sin dejar marcas profundas en sus habitantes. Rememoro aún con un cierto estremecimiento el día en el que se inauguraron las obras de remodelación de la plaza central de Mollebamba y la hija del alcalde recitó frente a toda la comitiva de la empresa minera para la cual yo trabajaba, un poema que evocaba las injusticias sociales y la lucha de sus progenitores, confundiendo muchos conceptos quizás, pero teniendo en claro que ellos han sufrido la opresión del Perú del racismo, la discriminación y el olvido. Por varios siglos.

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Y en ese espacio conviví por un año y medio con personas que sufrieron en carne propia la violencia más extrema, la que venía de todas partes (de los senderistas y del Ejército) y donde todos, sin excepción, tenían alguna historia de sangre y miedo que contar. Todos perdieron un tío, un primo, un padre, una madre, una hermana, una hija.

Muchos creen, falsamente, que una experiencia como esa te permite poner en perspectiva lo que un niño urbano miraflorino como yo pudo haber experimentado en esa época y así minimizarlo frente a la tragedia sufrida por la gente de las entrañas del Perú. Nada más falso. Justamente una experiencia como esta lo que permite es identificarte de alguna manera con tus compatriotas y entender la enorme dimensión de lo acontecido, comprender que con el casi nulo trabajo de memoria que se ha hecho en el Perú aún existen probabilidades latentes que una tragedia de este tipo pueda volver a ocurrir, interiorizar que ellos son tú y que tú eres ellos, que no hay malos versus buenos, esa visión maniqueísta que siempre tuve desde que dejé el Perú a los ocho años.

Mollebamba, Juan Espinoza Medrano, Apurímac, donde pasé un año y medio de mi vida. Foto propia.

Gracias a ese internamiento apurimeño cultivé mi tolerancia y entendí que había enfrentado mis miedos. Pude pasar la página. Hice las paces conmigo mismo y aprendí a ver y a aceptar mis cicatrices, las que me acompañarán hasta la tumba.

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Esta foto representa lo maravilloso de vivir en la sierra, atravezando parajes surreales y tomando consciencia de muchos aspectos valiosos de la vida. Foto propia.

Mollebamba no fue el único pueblo del Perú en el que viví, también tuve la suerte de pasar otro año y medio en las alturas moqueguanas en el distrito de Ichuña, provincia de General Sánchez Cerro, experiencia que terminó de enriquecer mi entendimiento de ese país tan diverso y vasto que es mi patria natal y que me permitió seguir en paz con mi búsqueda por el premio mayor: el maravilloso hogar que hoy comparto en Zabbar, Malta, con el amor de mi vida, mi esposa Aimeé y nuestras dos hermosas gatitas. Esa es mi verdadera patria y la llevo conmigo adonde sea que vaya.

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